Tras sobornar al joven de la garita de la residencia, Prudencio se puso en marcha para llegar a su cita. Con paso firme, aunque más lento de lo que le hubiera gustado caminaba hacia la iglesia, mientras le daba vueltas a su plan. Todo lo hacía por su hijo; su único hijo. Esperaba que su amigo y antiguo compañero de trabajo, el Secun, no le fallara; le había liado para que lo ayudara en la <<adquisición>> de un regalo navideño para su chaval, que ya era todo un mocete. Se sentía muy orgulloso de su hijo ya que había conseguido ser alguien en la vida, era un empresario reconocido y decente, tenía una familia preciosa y, como él, era un amante de las antigüedades. Siempre había querido que su chico sintiera lo mismo por él, pero hasta la fecha no lo había conseguido. Su vida no había sido modélica, lo sabía; pero todo, o casi todo, lo había hecho por su chaval.
En esta ocasión tan especial, ya que hacía mucho tiempo que no celebraban la Navidad en familia, tenía la intención de hacerle un regalo que nunca olvidaría y que, estaba seguro de ello, mejoraría la escasa relación que existía entre ambos. Prudencio sabía que su hijo era coleccionista de arte religioso y qué mejor regalo que el pequeño crucifijo del cristo de la Capilla de Medinacelli. Imaginaba la cara de sorpresa de su chaval, su sonrisa, y sus palabras de agradecimiento al ver la exquisita reliquia.
Estaba dispuesto a todo para sorprenderle, llevaba tiempo dándole forma al plan. Otros le decían que a sus ochenta años ya no estaba para mucho trote; pero se equivocaban por completo. Su edad no era un problema, era fuerte, delgado y muy, pero que muy aseado. Prudencio había planificado hasta el último detalle, disponía de todo el tiempo del mundo; en la residencia no tenía mucho que hacer, se pasaba el día entre el gimnasio, la petanca y las timbas de cartas. Para un joven de espíritu como él, aquellos planes se le quedaban cortos. Así que, sus horas muertas las pasaba ideando y repasando tanto antiguos planes como nuevos trabajos que, a veces, llevaba a cabo su inseparable Secun. Se había jubilado y, aunque le doliera reconocerlo, era mejor así. Aquella vida le había dado muchas alegrías; sin embargo, se echaba en cara no haber podido disfrutar de la infancia de su hijo y, si era sincero consigo mismo, tampoco del resto. Siempre había tenido miedo, miedo a que lo pillaran, miedo a que su hijo se enterara de cuál era su trabajo real; ser comercial de cajas fuertes era la coartada perfecta.
Cuando su mujer lo había descubierto, ya no recordaba la fecha exacta, no dudó en abandonarle, y aquello lo había destrozado por dentro. Y si era sincero, aunque lo había intentado no podía, no era capaz de dejar de ser un ladrón de guante blanco. No era sencillo dejar atrás esa vida; tenía una responsabilidad con el grupo, con sus compañeros, con sus colegas, sus amigos. Así que, cuando había pensado en retirarse, ya era tarde. Y ahora en el asilo, porque se le podía nombrar de otras formas, pero vivía en un asilo, pasaba el resto de su vida entre ideas y planes imaginarios.
Pensando en tiempos pasados y en la reacción de agradecimiento de su chaval por el inesperado regalo, casi había llegado a la parroquia. Andaba airoso y triunfal, mientras repasaba el plan una y otra vez: era perfecto. ¡Cómo Indiana Jones!, pensó y se aguantó una risilla infantil. Al llegar a la esquina de la pequeña plaza se paró y miró hacia la puerta, permanecía cerrada. Se puso las gafas y buscó a Secun. Su amigo iba disfrazado de mendigo y se colocaría en la esquina de la puerta de la iglesia a vigilar que no apareciera el Sr. Párroco. Tras unos minutos, lo vio aparecer por la otra esquina y situarse en su puesto de vigía.
Prudencio miró hacia todos lados antes de andar sus últimos pasos hasta puerta; intentó abrirla, pero no pudo. <<¡Maldición!>>, masculló.
Desvió la vista hacia su compinche y le hizo un gesto con la mano, y acto seguido con unas ganzúas hurgó en la cerradura y empujó la pesada puerta de madera para que se moviera. No lo consiguió. En tres minutos, Secun estaba a su lado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó alterado.
—No sé. Me has llamado.
—¿Yo? ¡Qué dices, hombre! Anda, vete y ponte a vigilar que no venga el cura.
Secun se fue sin rechistar, negando con la cabeza, y se colocó en el puesto de centinela.
Acto seguido, escoltado por la mirada de su cómplice, Prudencio se dirigió a la puerta de la Sacristía, en un lateral de la iglesia. Ésta era más pequeña; metió las ganzúas, y empujó. Contuvo el aliento y ahogó una exclamación de júbilo al desplazar la portezuela: estaba dentro. Cruzó la sacristía y al salir por el otro lado de la sala hacia el crucero se dio de bruces con el Sr. Párroco Don Bendito.
—¿Le puedo ayudar en algo, buen hombre? —se ofreció el cura sin ápice de sorpresa en su voz.
Prudenció balbuceó algo incomprensible mientras se movía nervioso sobre la enorme baldosa negra de mármol.
En ese momento, su Secun apareció por detrás del cura y le dio a Don Bendito un mamporrazo en la cabeza. El cuerpo del párroco cayó al suelo inconsciente, el golpe resonó contra las frías baldosas de piedra.
Prudencio miro sorprendido a su compañero y le ordenó:
—¡Al armario!
—¡Por Dios, que es un cura!, ¿no hay otro sitio más honorable?
—No hay tiempo, si se despierta, habrá que matarlo. Nos jugamos mucho. ¿Quieres cargarte al cura?
—¡No, hombre, no! Eso es pecado.
—¡Pues al armario! ¡Rápido!
Entre los dos cogieron por debajo de los hombros al cura y a estirones llegaron hasta dentro de la Sacristía. Lo metieron dentro del armario ropero plegándolo como una servilleta. Prudencio sudoroso y con los latidos del corazón atravesándole el pecho se dirigió a la capillita del Cristo. Se acercó al pequeño altar y con cuidado cogió el crucifijo. ¡Lo tenía; tenía el regalo perfecto!, se llenó de júbilo. Salió lo más deprisa que pudo del altarcito, pero aún no había abandonado el crucero cuando sonaron las alarmas antirrobo de la iglesia.
Prudencio y su amigo no se pararon con el estridente ruido, salieron por la pequeña puerta por donde habían entrado como si no pasara nada. Lo que no intuían era que todo se había grabado por las cámaras de seguridad y que próximamente tendrían noticias de la policía. Prudencio, una vez en su habitación, con el crucifijo entres sus manos, solo pensaba en la cara de sorpresa de su hijo y en sus palabras llenas de ilusión: <<¡Papá, qué regalo más inesperado!>>.
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