A través del ventanal, observé como paseaban disfrazados los hijos de mis vecinos, unos de brujas y vampiros, otros de muertos vivientes, y algunos de seres terroríficos. Una figura encapuchada, negra y sombría, de la que todos los niños huían y a la que sus padres no parecían prestar atención, despertó mi curiosidad. Se movía despacio, demasiado lento, aunque sin detenerse con nada ni con nadie. <<Esta noche la parca anda entre los vivos>>, mascullé y no pude evitar sonreír. ¿Cuántos más como él habría en el barrio? ¿Cuántas penitentes almas se habrían disfrazado para sentirse uno más del rebaño; para no sentirse solos? En el fondo Halloween se había convertido en una fiesta más, una forma de socializar, cuando, en realidad, se trataba de una fiesta macabra en la que rememoraba a los muertos, eso sí, a nuestros muertos. ¿Con qué fin; cuál era la finalidad de la fiesta? Ya se habían perdido las antiguas tradiciones, algo tristes, pero que cobijaban el alma con sus rezos. Suspiré y una extraña emoción me asaltó. Yo había roto con el pasado y había adoptado las costumbres del lugar, mi nuevo hogar. Con satisfacción me fijé en como todos los que pasaban por delante de mí jardín lo miraban fascinados, lo había engalanado con un par de tarántulas gigantes, tela viscosa de arácnido como para envolver el edificio del Empire State y varios fantasmas de tamaño grande que estaban enganchados en los árboles que aún no se habían secado. <<Las apariencias lo son todo>>, me dije.
Sonó el timbre y me acerqué a la entrada.
—¿Truco o trato? —Al abrir la puerta, gritaron una panda de niños disfrazados de brujos. Los observé mientras esperaba su respuesta, se habían mojado con la lluvia que había caído; sin embargo, allí estaban eufóricos por conseguir caramelos gratis. La emoción de sus caritas se fue desvaneciendo mientras me giraba a coger una calabaza llena de golosinas para que cogieran.
—Trato —dije y les ofrecí las chucherías. Solo una de las niñas se acercó y metió la mano con miedo, titubeando antes de coger las golosinas—. Niña, ¿quieres chuches o no? ¡No tengo toda la noche!
—Sí, sí… señor —Y se apresuró a agarrar un puñado de caramelos y meterla en su bolsita de bruja mientras sus amigos no me quitaban la aterrada mirada de encima.
Antes de que pudiera decir nada más todos salieron corriendo y gritando, ¡Qué miedo da el anciano! ¡Corred, corred, qué no nos persiga! ¡Qué miedo, corred!
La noche se fue cerrando y cada vez que abría la puerta obtenía la misma reacción de miedo y angustia de los niños. Me miré al espejo, pero estaba como siempre. Mis manos empezaron a temblar y mi corazón se agitó, a veces me ocurrían cosas raras, sensaciones que al rato se pasaban. Ya había empezado a acostumbrarme a todos esos achaques, así los llamaba mi médico. La verdad es que yo no le hacía mucho caso, ¿qué sabrán esos jóvenes de ahora?, aún me quedaba mucho por hacer, estaba terminando mi novela, tenía programado un viaje para dentro de un mes, y una reunión importante con mi editor en tres meses para un adelanto.
Miré por la ventana, los que pasaban por delante seguían deleitándose como mi obra, había decorado la entrada de la casa con luces amarillas y adornos de fantasmas, simulando una mansión poseída. Los fantasmas me gustaban, pero no me iban mucho los zombis come cerebros, prefería algo más natural, ¿qué seríamos sino fantasmas en la otra vida? No creía que uno se pudiera reencarnar con tanta facilidad, ni tampoco levantarse de la tumba, ¡menudo engorro! Volver a este mundo y ver que estas hecho unos zorros, además de tener que comerte a los demás, ¿cómo iba hacerlo si no soportaba ni a los que olían mal? y luego qué, ¿vagar toda la eternidad entre los vivos? ¡Uf, qué pereza de vida, o más bien, de muerte!
Durante toda la noche, los atrevidos críos habían conseguido cansarme, y mis huesos se resentían por la humedad. Ya me había quedado sin caramelos, cuando el timbre sonó de nuevo. ¿Qué les podría ofrecer a los niños, unas chocolatinas, zumos, batidos de frutas, quizá unos sándwiches? Pensaba en las escusas que podía ofrecerles cuando abrí la puerta.
—¿Truco o trato? —Una figura enorme se erguía frente a mí, oscura y tenebrosa. La había visto vagar alrededor de mi casa durante toda la noche, ¿habría perdido a sus hijos? Le eché una ojeada más detallada. Su túnica negra le caía raída hasta el suelo y la capucha, grande y deshilachada, le tapaba la cara. Su voz grabe resonó en mis tímpanos cuando repitió— ¿truco o trato?
El eco de su voz empujó a mi corazón a latir con tanta fuerza que creí que se me salía del pecho, noté como la sangre en mis sienes se helaba y empecé a temblar, mis piernas perdían su fuerza. Se apoderó de mí un terror que nunca había sentido, ¿por qué me causaba tanto desasosiego su presencia?, ¿por qué trastornaba mis sensaciones sobrecogiéndome? Debería haber cerrado la puerta en ese momento, debería haber subido a la planta de arriba de la casa y cogido un rosario; debería haber rezado y puesto mi alma en paz, pero no lo hice. Bloqueado observé como se me acercó unos pasos más, pasos que no dio ya que vi cómo se arrastraba despacio y sin dejar ninguna huella sobre mi húmedo porche. En torno a mí el aire se heló y las estrellas dejaron de brillar de golpe. Solo había oscuridad a su alrededor. Noté como el aire dejaba de entrar en mis pulmones cuando los huesudos dedos de su mano descarnada y enjuta me tocaron en el hombro, ¿qué quería de mí?
—Vamos viejo, dime ¿qué va a ser, truco o trato?
—Tru…co —Balbucí en un susurro. Noté como de golpe mi corazón se paraba y un dolor punzante agarrotó mi pecho—. Debí elegir “trato”—dije en mi último suspiro de vida mientras vi como la muerte se encogía de hombros.
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