Hacía dos años de aquella misteriosa muerte en el castillo de Valdeluz y sus puertas volvían a abrirse al público. La visita estaba siendo más aburrida de lo que esperaba, pensó mientras el guía les ilustraba, a la par, sobre el origen de los muebles o telares expuestos y sobre los sangrientos acontecimientos que habían ocurrido dentro de esos viejos y ennegrecidos muros por el último incendio que redujo la imponente torre de defensa a meros escombros. El anciano guía les indicaba que todavía estaba en pie el recinto amurallado, la zona de caballerizas, la torre del señor donde se había alojado el tirano gobernante de esas tierras durante años, y las famosas mazmorras.
Se decía que de los muros del castillo emergían siniestras sombras y que se podían escuchar los lamentos de un niño. Nada de eso le pareció posible. Recorría el castillo siguiendo la monótona voz y los lentos pasos del guía. <<Cuentos para ingenuos. Chismes. Antiguas leyendas>>, pensó a la vez que masticaba chicle. Seguía al grupo de visitantes unos pasos por detrás, mientras escuchaba cómo el viejo modulaba el tono de voz susurrando, en un intento de asustarles, al asegurarles que a su derecha era el lugar donde los lamentos solían oírse y las sombras se aparecían. Desvió su vista hacia donde este señalaba y se fijó en la ruinosa escalera que descendía a los calabozos. ¡Lo de siempre, mazmorras y fantasmas! ¡Qué casualidad! ¡Un niño buscando a su madre! Susurros; lloros; lamentos. ¡Sombras! ¿Quién se creería esa patraña? Ella no. El chicle dejó de saberle a algo y lo escupió.
Su guía pasó de largo por la obertura, pero ella no iba a dejar pasar la oportunidad de investigar y decidió bajar al sótano. Esperó hasta quedarse a solas y comenzó su descenso por las escaleras de piedra musgosa. Peldaño a peldaño, agarrándose a los huecos entre las piedras para no resbalar, llegó al fondo: un estrecho habitáculo apenas iluminado por unas consumidas antorchas. Al fondo, un portal daba paso a un estrecho pasillo, lo siguió con recelo. Las luces oscilaban a cada paso que daba, delante de ella encontró otro recinto alargado, más ancho, y con pequeñas puertas.
Había llegado a las mazmorras. El lugar era lúgubre, oscuro y sin ventilación. El olor a humedad le inundó los pulmones, notó el peso del aire en sus pulmones. El frío le atenazó los músculos. Escuchó un susurro. El vello de la nuca se le erizó. Otro susurro. Su pulso se aceleró. Giró la vista hacia el sonido que aumentaba como si se acercara a ella. Empezó a titiritar. ¡Una broma macabra! ¿Quién? ¡Imposible! Estaba sola. Las antorchas oscilaron, la anaranjada luz se tornó mortecina.
<<¿Mamá? ¿Eres tú?>>, escuchó. Una sombra atravesó el muro. La oscuridad hizo fluctuar la aparición que iba tomando forma frente a ella: la silueta de un niño pequeño. Sintió la mirada punzante de dolor del fantasma, sus cuencas negras fijas en ella. ¡Dios! ¡Un fantasma! ¡El niño! ¡Muerto! Se quedó paralizada. Sobrecogida sintió sus piernas temblar y la boca seca.
—Mamá. Te he buscado, ¿dónde estabas? ¡Mamá! Cógeme la mano. Tengo miedo. Mamá, ven conmigo.
—Nooo —gritó aterrorizada cuando aquella sombra la traspasó.
Dos años después, por fin, habían reabierto el castillo de Valdeluz tras la muerte de aquella joven. Elia no creía en fantasmas, sin embargo, había escuchado la leyenda tenebrosa que recaía sobre esos muros y arrastrada por sus amigos había aceptado visitar las ruinas. Paseaba tras ellos por el empedrado del patio de armas, observando las decadentes almenas, las paredes húmedas, oscurecidas y llenas de musgos. El vejestorio de guía que les había tocado no paraba de asustarles con historias terribles de sombras y lamentos, muertes sin sentido, accidentes de visitantes, susurros y fantasmas; un niño pequeño se aparecía. Decían que el chico había muerto en un grave incendio que había destrozado una torre del castillo, decían que buscaba a su madre.
Vio como el hombre se adentraba en la torre principal, y todos le siguieron. Observó con interés la sala, grande y tenebrosa, el guía les señaló una obertura en el suelo: era la entrada a las temibles mazmorras. Sabía que esos cuentos no eran ciertos, todo inventado.
Sus amigos siguieron al viejo, cruzando la estancia hasta una puerta al fondo y desparecieron mientras se quedaba observando un tapiz enorme en el que se representaba una batalla brutal. Elia se dio cuenta de que estaba sola y se estremeció. Se sobrecogió al sentir el silencio sepulcral que la rodeaba. Notó una suave ráfaga de aire helado. Miró a su alrededor. ¿Qué historias macabras guardarían esos muros? ¿Cuánta sangre se habría derramado en ese suelo? ¡Historias de fantasmas! ¡Mentiras! Estaba segura de que eran patrañas hasta que por el rabillo del ojo vio surgir del muro una siniestra sombra. Escuchó un melancólico susurro.
—¿Mamá? ¿Eres tú?