En ese momento, la fría oscuridad me hizo temblar. El prado estaba lleno de flores de colores, amarillas, azules, rosas, cuyos olores se desperdigaban por el aire. A mi espalda, las enredaderas escalaban por las paredes y la parra enramada en voladizo hacía sombra en una de las esquinas de la casa de campo. Los luminosos rayos de sol de agosto, calientes y brillantes, que achicharraban las plantas habían ido transformándose, lentamente, en sombras. Aquella amenazadora nube gris que había divisado en la distancia ya la tenía encima, envolviendo todo el cielo hasta ocultar al astro rey. La luz había cambiado.
Las plantas se estremecieron con la brisa helada que las azotaba; un viento gélido que traía consigo la melancolía y transportaba el grito de la desesperanza. Mis recuerdos me transportaron a aquel maldito momento. No quería volver a revivirlo, pero eso ya no dependía de mí. Aquel recuerdo era libre, iba y venía a su antojo. Sólo con el mero hecho de intentar retenerlo, de no dejarlo salir, agudizaba mi sufrimiento: el olvido era peor que su doloroso recuerdo. Miré el cielo, con la esperanza rota. Un rayo cruzó el firmamento. Me sobrecogí al escuchar el estruendo, grave, furioso.
La nube se paró justo encima, abrazando la tierra jugosa, colorida y llena de vida para ahogarla; transformándola en un lugar inhóspito. En agosto, en esta tierra de la quinta era no llovía nunca, había comenzado la época de sequía. ¿Cómo podía ser aquella tormenta real?
Había oído historias; de esas increíbles, de aquellas de las que estaban escritas las leyendas. ¿Me podía estar sucediendo a mí? ¿Podía el dolor transformar la esencia humana? ¿Era mi necesidad de reparar el pasado, de cambiarlo, la que estaba provocando la tormenta o esa habilidad había estado ahí, dormida en mi interior, buscando una salida? No quería creerlo. ¡¿Podría ser una de ellas; de las generadoras de tormentas; de las creadoras de portales; de las viajeras en el tiempo?!
Me estremecí mientras el entorno se oscurecía todavía más, tanto que llegué a creer que había anochecido. El ulular del indómito viento movía las ramas a mí alrededor; las hojas, las flores se agitaban como la verde marea de un mar embravecido. No se escuchaba a ningún insecto, a ningún animal ni alimaña; solo el viento. Noté como un torbellino me elevó, unos centímetros del suelo, y comencé a ascender. Mi pulso se aceleró y un silencio sepulcral invadió el espacio. Miré al cielo suplicante, pero la nube descargó su furia, un rayo blanquecino se abalanzó sobre mí. Me descompuse en millones de átomos, sentí mucho frío y luego nada; el vacío me rodeó.
Mi cuerpo volvió a materializarse, por mis venas a correr la sangre, a sentir el frío viento rozándome la piel. Al abrir los ojos, logré centrar la vista en el lugar, mi prado había desaparecido, ¿dónde me encontraba? Esa no era la pregunta que debía hacerme, si no, ¿cuándo; a qué tiempo había viajado?
El corazón me palpitó desesperado al reconocer el escenario, aquel que no había podido olvidar, el que me atormentaba en la noche llena de remordimientos. Allí estaba, de nuevo, junto a él; viéndolo morir. Entonces fui consciente de mi poder, supe que cambiar su destino no quedaría sin castigo; sufriría en mis carnes las consecuencias de mis actos. Ahora no me arrepiento, aquella vez fue el primero de muchos saltos en el tiempo. Ni mi cuerpo ni mi mente son las mismas, pero no me importa si con ello él sigue vivo.
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