El libro de los poetas olvidados

La casualidad quiso que sus manos se encontraran al escoger el mismo libro.

La miró indeciso mientras ella retiraba la mano con un rápido gesto, que inexplicablemente le hizo gracia, y le sonreía. Sostuvo su interrogante mirada unos segundos:

—Cógelo tú —ofreció.

—No, no…, has llegado antes que yo —contestó ella.

—¿A dónde? ¿A la estantería o a la librería? —se sorprendió ante su carcajada, luego dio dos pasos atrás y se plantó frente de él con los brazos cruzados por delante del pecho.

—A tocar el libro, claro. Es tuyo. —vio como ella se encogía de hombros y se daba la vuelta para marcharse. El latir de su corazón se aceleró.

—Espera, espera un momento. —ella se giró hacia él. Notó un atisbo de indecisión en su mirada, aun así, se atrevió a preguntar—: ¿Quieres que lo compartamos?

—¿Compartirlo? ¿Cómo?

—Podemos leerlo juntos, una página tú y la otra yo.

Tras unos segundos en los que la incertidumbre le invadió, ella contestó con un leve tono de suspicacia:

—Es un poemario, ¿lo sabes?

—Sí, claro —se apresuró a contestar, antes de que ella diera por zanjada la conversación.

El suave gesto arqueando las cejas y su media sonrisa le confirmaron que la idea no era tan descabellada. Esperó a que ella le confirmara si aceptaba la invitación. Tras unos segundos que se le hicieron eternos, con un movimiento de la mano, le indicó que la siguiera. Quizá ella no sabía que había sido algo más que una invitación a la lectura; sin embargo, así era.

Con el corazón en vilo, recorrió el estrecho pasillo entre las dos estanterías repletas de libros, para luego girar hacia otro más ancho, escoltado por otras librerías con volúmenes más antiguos que se abría al ágora central repleta de mesas rectangulares. Al fondo de la biblioteca, había unas cuantas mesas más pequeñas, más íntimas. La acompañó hasta una de esas mesas, iluminada por una pequeña lamparita de luz amarilla en el centro del tablero, dos sillas juntas y frente a un enorme ventanal. Miró hacia el exterior, era invierno, y se apreciaban las estrellas como luciérnagas fijas en el firmamento nocturno. Cada viernes, cuando la luz del día sucumbía, lo que más le gustaba era ir a leer a la biblioteca, abrigado por la soledad, por el silencio de miles de historias, algunas de ellas ya postergadas al polvo, al olvido. Cada viernes, por la tarde, releía ese poemario de… ¿Quién?

Ella se sentó junto a él, acercó la silla hacia su lado hasta casi tocarse los brazos, estiró la espalda, y cogió el pequeño libro. Mientras observaba la antigua portada marrón de cuero con sublimadas letras rojas impresas, la acarició suavemente. Parecía confusa, vacilante.  El tiempo se ralentizó, o eso le pareció, cuando ella abrió el libro por la primera página y lo observó unos instantes más.

Quedó embelesado por todos sus gestos: como se colocaba el mechón de pelo detrás de la oreja, como se mordía el labio al leer para ella las primeras líneas. Como eran sus ojos verdes, sus suaves pecas, sus delicados labios.

Notó la ligereza con que su pecho se movía al coger aire lentamente y su respiración suave, preparándose para… leer. Su voz suave, pausada, le encandiló:

—Un día cualquiera. Un mes del calendario. De un año, de una vida entera. —respiró hondo y pasó la página. Al cruzar su mirada con la de ella lo supo. Cogió el libro y leyó:

—Una coincidencia, un mismo destino. Dos miradas, perdidas, solitarias, que se encuentran en un instante, en un libro. Páginas leídas, letras y más letras eternas, historias escritas con tinta roja.

Aguantó la respiración, al notar el roce de su mano cuando pasó la página con suavidad, acortando el espacio entre ellos; podía sentir su aliento agitarse cuando ella continuó:

—Libros que confiesan ficciones, relatos de pasiones imposibles. Entre las páginas escritas, ¿dónde queda la realidad?

Se perdió en el latir de su corazón, acompasándose al de ella, en la suavidad con la que pronunciaba cada sílaba. Quería formar parte del poema.

No supo cuánto tiempo pasó entre página y página, entre línea y línea, entre las dos últimas palabras.

Mecido por su voz, sintió el tacto de la mano de ella sobre la suya tras su última frase. Su alma se estremeció dulcemente al verse reflejado en las titilantes pupilas esmeralda, de reflejos dorados, que le admiraban mientras notaba que su cuerpo quería difuminarse entre las letras con forma de cautivadores susurros.

—Dos manos que se tocan por sorpresa. Encuentros en una biblioteca…

Con cada palabra, había ido diluyéndose en su voz cálida, sensual; en las estrofas, en la rima. Absorto, embelesado, extasiado, sin pensar en que la biblioteca había cerrado tiempo atrás, en que las luces que entraban a través del ventanal despuntaban el alba de otro tiempo, en que su vida formaba parte del ayer. Cerró los ojos y se adentró en las páginas del libro junto a ella, dejándose llevar…; fundiéndose en tinta, transformándose en verso, escribiendo otra poesía de amor inmortal dentro del libro de los poetas olvidados.