Despertar

Abrí los ojos. El sonido de aquella maldita alarma me había despertado. ¿Por qué se habría activado? Me levanté y, descalza, salí de mi habitación. Olía extraño, un efluvio penetrante, cárnico; pero no me paré. El largo pasillo hasta la puerta de entrada parecía no acabar nunca, mis pies barrosos, húmedos, se arrastraban lentamente como si el suelo los sujetara; atrapándolos en el lodo.

Escuché la voz de mi hijo pequeño: <<Mamá, ¿Eres tú?>>. Sollozaba. <<Si cariño, duérmete>>, le contesté en voz bajita para no despertar a nadie más. Me acerqué a su puerta y suavemente la cerré. El niño continuaba sollozando, sus lloros fueron difuminándose y desapareciendo entre el ruido —taladrante— de la alarma mientras continuaba por el eterno pasillo.

Por fin, llegué al cuadro de control de esta y la apagué. Mi hijo había dejado de llorar. Silencio; sólo percibía el silencio en la oscuridad de la entrada de mi casa. Encendí la luz y curioseé por la mirilla. No había nadie.

Giré en redondo y lo vi. <<¡Dios mío!>>, exclamé aterrorizada.

Un rastro de sangre se dibujaba en el suelo del pasillo; en las paredes, como macabros cuadros, aquellas huellas y rastros formaban una infernal galería de arte. ¿De dónde había salido toda aquella sangre? Más bien la pregunta era: ¿de quién era toda aquella sangre?

Corrí, o lo intenté porque mis pies solo lograron arrastrarse, hasta las habitaciones de mis hijos. Ambos estaban bien; dormían.

Contuve el aliento y me dije: <<¡Esta sangre! ¿Tuya? ¡Tuya; amor! ¡No; muerto, no! ¡Qué horror! ¿Dónde estás? ¿Durmiendo? No, no, ¡Tuya! ¿Un sueño; una pesadilla? ¡Horrible pesadilla! Despertar. ¡Despertar, ya!>>, grité, pero mi voz no se escuchó; solo había un vacío, un hueco en el espacio, en el tiempo. ¿Qué era aquello? ¿Qué hacía esa sangre en mí casa? ¿Dónde estaba él? Lo llamé; no me contestó. Acaso, ¿no se encontraba en casa?, ¿a estas horas?, ¿dónde habría ido?, ¿sería suya la sangre del pasillo?, me inundaron las dudas.

Corrí hacia mi habitación, preparada para encontrarlo muerto, y encendí la luz. <<¡Horror!>> La sangre salpicaba la cama; como arrullada con una colcha de macabros pétalos rojos. Y debajo del edredón un bulto. No pensé en nada; no pude. ¡Era la peor pesadilla de mi vida!

<<¡Despiértate!>>, grité al helador vacío. Me armé de valor y retiré, con cuidado, las sábanas. Esos ojos abiertos me sobrecogieron; sus facciones me desconcertaron: la muerta era yo.

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