Ahora, vestido mi cuerpo de doradas hojas, siento su cálido abrazo como ese arrullo que mece al niño que soy; la ilusión y las ganas de vivir son el camino que me lleva hacia las altas montañas que se alzan delante de mí, oscuras y distantes; aunque se erigen elevadas, desde lejos las observo ansiando llegar a lo más alto, su cumbre y, desde allí, gritar. Escuchar el eco de mi voz, de lo vivido, de lo soñado, lo imaginado, lo sufrido.
Mi cansado cuerpo sigue adelante; mi fiel bastón repleto de nudos, ocre y estilizado amigo me acompaña en mi caminar, es mi confidente. Las dudas y los miedos ahora se disipan, quedan atrapados dentro de mí, en ese lugar profundo de donde ya no pueden escapar. Un cielo sin estrellas es el manto que cubre mi destino: llegar a lo más alto de las negras montañas, a la cima del ocaso.
Me pregunto si cuando llegue a la cumbre mis hojas me acompañaran. Un ligero viento me azota y las siento despegarse, ligeras, libres; las contemplo volar a mi alrededor como frágiles mariposas, elegantes, danzando en un baile infinito. Las veo alejarse de mí, caer y amontonarse como mis recuerdos se pierden en la lejanía del camino andado; irremediablemente el tiempo pasa. El niño que vive en mí, ahora, tiene frío; la calidez del arrullo se va disipando en el camino.
El cielo rojizo cubre mi destino, como un atardecer de otoño; camino lentamente, mi bastón me sustenta y la vida me lleva hacia las montañas que se tiñen de oscura noche. El invierno está llegando.
Foto by pexels